Diciembre de 2001. La mañana ha nacido rota en Utrera, un pueblo al sur de Sevilla. Los vecinos, curiosos, asoman sus caras. Un ejército de cámaras invade el pueblo buscando una explicación, un motivo que se esconde. El pueblo amanece hendido por un desgarro sucio, pero no hay dolor en las miradas. Se impone el interés por conocer un desenlace.
Consolación, una niña que aún no había cumplido dos años de edad, ha sido hallada sin vida en la piscina de un chalet propiedad de sus padres, a las afueras del pueblo. De boca en boca, corre el rumor de que alguien la violó antes de que se ahogara. Son habladurías fundadas en supuestos detalles del dictamen del forense, pero tales datos no están confirmados, puesto que ese informe no ha sido hecho público. La desaforada y malsana avidez de respuestas, envilece la atmósfera de este tiempo de espera, un tiempo de trámites judiciales y frenesí informativo. Un tiempo de dolor incómodo, hasta el esclarecimiento legal de esta muerte violenta.
Una niña de veintidós meses. Apenas habría comenzado a caminar. Víctima de abusos sexuales y ahogada en una piscina. Emprendemos el camino hacia Sevilla con un nudo en la garganta. No sabemos qué nos vamos a encontrar, ni qué actitud adoptar a la hora de acometer el trabajo. Enfrentarnos cara a cara a sus padres va a ser difícil. A las siete de la tarde, tomamos el AVE en la estación de Atocha. Nuestro destino es la de Santa Justa, en la capital hispalense.
Desayunamos temprano. En las noticias dicen que la guardia civil está interrogando a la madre de la niña. Nos ponemos en marcha. Utrera está a unos treinta kilómetros al sur de Sevilla, camino de Málaga.
Entramos en el pueblo y casi por casualidad, nos topamos con el edificio de los juzgados. La acera está atestada de curiosos que defienden a codazos su pedacito de suelo, y los cámaras intentan hacer su trabajo. Llego hasta la cristalera de la puerta principal. Unos compañeros me dicen que José Luis, el padre de la niña, está a punto de declarar ante el juez. Me indican el lugar en el que aguarda sentado, rodeado de familiares. Le diviso a los lejos, tras una barandilla, al final de unas escaleras enormes que ocupan el espacio central del hall. La expresión de sus ojos causa cierta inquietud. Pero reprimo un juicio apresurado. La experiencia me enseñó que el rostro del dolor es absolutamente imprevisible. Grabo unos planos de la escena. Junto a él están uno de sus hijos, su cuñado, vistiendo una enorme gabardina gris, y dos personas mayores; supongo que serán los abuelos. Como una extraña metáfora, los barrotes de la barandilla aparecen en el visor de mi cámara enmarcando la cabeza de José Luis.
Llueve. Aguardamos la salida de cualquiera que pueda contarnos algo y la espera promete ser tediosa.
Hasta el momento, todo son conjeturas infundadas. No sabemos si existe alguna línea de investigación sólida. Se ha decretado el secreto del sumario y aguardamos impacientemente las filtraciones que siempre consigue algún avezado periodista local. Aún no tenemos un relato fidedigno de lo que ocurrió. Es martes y la desgracia sucedió el sábado pasado. Los familiares están muy susceptibles y la aproximación a ellos debe ser cuidadosa.
Los curiosos toman posiciones sin ningún pudor junto al grupo de reporteros que hacemos guardia a la puerta de los juzgados. Hay dos accesos posibles: el principal y otro en la parte de atrás, y nos repartimos para cubrir con solvencia ambas zonas. Sigue cayendo una lluvia fina y me preocupa que esto afecte al buen funcionamiento de la cámara. Los redactores cuchichean entre si. Entre sus manos asoman cuadernos, grabadoras, y las espumas multicolores de los cortavientos de los micrófonos: amarillo Radio Nacional, rojo Telecinco, negro Antena 3, azul Televisión Española, verde Onda Cero, y los variopintos de las televisiones y radios locales. Enciendo un cigarrillo y veo como un hombre sale por el lateral de la puerta principal y se detiene en el descansillo de la entrada. Se apoya en el muro de ladrillo y se pone a fumar también. Es el hermano de Soledad, la madre de la niña, pero nadie se percata de ello. Sus ojos cansinos no reflejan dolor. Da profundas caladas al cigarrillo y exhala el humo con pesadez. Está cansado y parece harto. Viste un jersey sencillo de color gris y unos pantalones azules de trabajo. Por fin, un periodista se le acerca y le da conversación. Sus ojos parecen asustadizos, y habla en voz muy baja.
-Somos ocho hermanos en la familia… Mi hermana quería mucho a la niña… No entiendo cómo pudo pasar.
Sus palabras salen entrecortadamente y la forma en que se expresa evidencia un bajo nivel cultural. Poco a poco, se acercan más compañeros. Las cámaras forman un corro en torno a al hombre y éste se asusta. Retrocede prudentemente y huye hacia el interior.
Alguien nos avisa de un movimiento sospechoso en el callejón trasero. Estamos esperando a Soledad, la madre. La guardia civil estuvo interrogándola en la comandancia de Montequinto, a unos quince kilómetros de Utrera, y la traen a declarar ante el juez. Vendrá en coche y suponemos que entrará por la puerta del garaje. Nos apostamos en el pequeño callejón, de acera a acera.
De repente, una nube de cabecitas y mochilas de colores chillones se infiltra entre nosotros como un ejército de escandalosos enanitos. Son niños de un colegio salesiano que está un poco más arriba, en la misma acera. Nos rodean, ajenos a la seriedad de lo que ocurre, entregados al festejo de la novedad, corretean entre los cables y reclaman atención tirándonos de las mangas, quieren saludar, piden a voz en grito llaveros y pines de propaganda:
-¡De qué tele eres tú! ¡Dame un llavero! ¡Mira, éste es de Antena 3!
Mientras, tememos que aparezca de improviso el vehículo en el que traen a Soledad. El equipo de Telecinco se prepara para hacer una conexión en directo. Han subido a la redactora a una especie de podium y un técnico intenta infructuosamente silenciar al cerca del centenar de chavales que les rodean.
Las horas transcurren inexorablemente. A medida que finalizan los interrogatorios, van saliendo los familiares y las personas convocadas por el juez a declarar. A través del cristal, divisamos un movimiento de personas al final de la escalera. Es una de las hermanas de Soledad. Sale al exterior y una avalancha de periodistas la engulle.
-¿Cuantas personas había en chalet cuando desapareció la niña? ¿Es cierto que Soledad está detenida? Cada pregunta va seguida de un silencio sordo, acentuado por el mutismo de la mujer interrogada, que no consigue articular respuestas coherentes.
Poco a poco, consigue escabullirse de la melée. Siempre pasa igual. Aunque haya dos cámaras solamente. El ansia de obtener el mejor plano te domina, y la lucha por la mejor posición lleva casi siempre a situaciones ridículas en las que el entrevistado termina enredándose con el cable del micrófono y poniéndose nervioso.
Soledad ha llegado en coche por la parte de atrás y nadie ha conseguido grabar la entrada. Tendremos que esperar. Después de varias horas, la fachada de ladrillo se ha convertido en un paisaje familiar. Una fachada de ladrillos rojos. Es lo que sueles encontrarte casi siempre cuando el edificio que alberga una sede judicial es de construcción reciente.
-Va siendo hora de comer algo ¿no? Nuestros estómagos han permanecido ajenos al tumulto, y reclaman lo que es suyo.
Almorzamos apresuradamente en una hamburguesería que hay en la acera de enfrente. Varias falsas alarmas nos hacen saltar de la mesa antes de conseguir devorar el bocadillo.
Hacemos recuento del material del que disponemos hasta ahora; el que hemos conseguido y el que ponen a nuestra disposición los compañeros de la delegación de Sevilla. Apenas hay algunas declaraciones confusas y un minuto de imágenes del chalet de José Luis y Soledad en las que aparecen un jardín desaliñado y la piscina rodeada de un precinto policial. Es muy escaso. Casi hemos agotado el primer día y no tenemos nada realmente determinante. Eso sí, hemos hecho buenas migas con los periodistas locales que cubren el suceso. Es lo que tienen las esperas como ésta. Terminas intimando con los compañeros. A veces, incluso demasiado.
-¡Ahí sale! ¡Ahí sale! Remolino de cables y codazos por la primera fila
Soledad ha terminado de declarar. Baja las escaleras precedida por su marido, y su hermano Marcos la coge de la mano. Salen del edificio oficial y la turba de periodistas se abalanza sobre la mujer. Mientras tanto, José Luis se escabulle.
Es una madre a la que han extirpado un hijo, como tantas otras que he conocido. Aún viste la ropa con la que la sorprendió la guardia civil cuando se la llevaron. Soledad parece una madonna, es una mujer del sur mediterráneo. Una mujer cuya cultura no es de libros, sino de sudor y supervivencia. Cuando mira y calcula, lo hace cotejando con referencias cuya génesis se pierde en la negrura de generaciones pasadas. Su acervo no es académico; es de carne y sangre. Soledad es como esas mujeres del sur que amamantan a sus hijos con la leche de sus pechos y con sus abrazos, con sus manos regordetas, y con todo el cuerpo. Soledad no mira el manual de instrucciones para saber qué es lo que tiene que hacer. Su mirada sirve para otras cosas. Sus ojos, sus gestos, conservan fresca la ancestral habilidad de funcionar como eficientes significantes; están adaptados al código perfecto de la comunicación no verbal. Su rostro cansado es el reflejo de su desgaste y un mensaje preciso destinado a la masa infame del populacho, que juzgará sin justicia, con la mandíbula en vez de con el cerebro, como una manada de lobos.
Soledad camina abrazada a su hermano. Se esconde de los flashes enterrando sus manos y sus mejillas en la humanidad del corpachón de Marcos. Los periodistas se apelotonan en una grotesca bandada de seres inquiriendo sin piedad. Mientras, la comitiva avanza a trompicones hacia el coche aparcado en una placita cercana. Alguien hace señas para interrumpir el tráfico y el ritual de la pena comienza a desarrollarse. Soledad apenas alcanza a balbucear monosílabos en respuesta al torrente de preguntas. Se encoge en el pecho de su hermano, indefensa, hasta que entra en el vehículo, un modelo de los años ochenta blanco y muy sucio, instalándose en el asiento delantero, junto al puesto del conductor. Mira hacia el frente, hacia la nada, hierática. En un momento determinado, baja la cabeza y tiene lugar una escena impactante. Las cámaras rodean el coche completamente. Soledad está dentro y rompe a llorar con violencia. La suciedad de los cristales se ha convertido para ella en un velo protector. Los reporteros se afanan por encontrar un perfil nítido que fotografiar, y se mueven nerviosamente en torno a la carrocería. La mujer comienza a retorcerse, a estirar los brazos, su rostro se descompone convirtiéndose en un ser vivo y cambiante. Su boca se abre y un grito lejano, hijo del llanto y el lamento, llega a los oídos de los que danzamos alrededor, hermanados por el instinto depredador del animal que caza en manada. Aprieta los puños y los levanta hasta la altura de las mejillas en una flexión lenta y dolorosa. Sus ojos están cerrados y el gesto contraído. El chasquido de los motores de las cámaras fotográficas recuerda el tableteo de un pelotón de ametralladoras. Soledad se tambalea y cae sobre el asiento del conductor. Queda tendida y fluyen las convulsiones de su llanto. Volvemos cabizbajos a los juzgados, al otro lado de la calle.
El abogado asignado a la familia hace acto de presencia. Vuelve a repetirse el amontonamiento de micrófonos y nos retiramos; están los compañeros de la delegación. Luego pasaremos a copiar la cinta. Nos vamos a buscar el chalet donde ocurrieron los hechos.
La mirada de José Luis es una torva mezcolanza de reflejos e instintos. Tiene los ojos muy claros, color miel, y las pupilas muy pequeñas y aguzadas. Hay en esa mirada una evocación de instinto eficiente y canino, y concentración sin espíritu; como la de esos perros que miran fijamente el pedazo de comida que tienes en la mano sin prestar atención al apocalipsis que pueda estar teniendo lugar a menos de un metro. Un estrabismo leve desvía su ojo izquierdo hacia fuera, la calva es ostentosa, y dos abundantes patillas de pelo negro y grueso enmarcan su cara de mesonero goyesco.
La casa está a las afueras del pueblo, camino de Arahal. Tras dejar atrás un polígono industrial, nos metemos por un camino de tierra, y, enseguida, cerca de unos cañaverales, está el chalet. Es tarde y la temprana noche invernal se instala casi sin avisar. La sensación de estar merodeando es amarga. Asomas la cabeza por la cortina entreabierta de una ventana y es como si desvelaras el sueño plácido de un niño. Alguien sale. Son hermanos y vecinos de la familia que regresan a sus casas tras expresar sus condolencias. Hablamos con ellos en un intento de convertirles en interlocutores ante el matrimonio. José Luis y Soledad no salen del interior. Están cansados y temerosos. Conseguimos concertar una cita para la mañana siguiente. Volvemos al hotel. Ha sido un día largo.
Decidimos aparecer temprano, pero la charla y el periódico alargan el desayuno. Cuando llegamos a la vivienda nos encontramos a dos equipos de televisión. Uno es de una productora de las que resuelven coberturas a destajo. Últimamente han proliferado mucho, y se les reconoce enseguida. Es el tipo de empresa en la que tres gatos se enriquecen pactando sustanciosos contratos con las televisiones mientras pagan una miseria a sus trabajadores, a los que machacan con horarios devastadores. Suelen ser chicos jóvenes que empiezan, llevan cámaras viejas, y un cansancio crónico en el gesto.
El otro equipo es de TVE. Del programa Informe Semanal. Nos quedamos asombrados al encontrarles allí. También ellos se azoran al ser identificados en una situación así; en este país, los sucesos son un género negro, carente de todo glamour. Viajan a todo tren, redactora, productor, conductor, cámara, ayudante… y la nómina de cualquiera de ellos triplica el sueldo de los chicos de la productora.
Soledad y José Luis se niegan en redondo a hacer ningún tipo de declaración. El hombre aduce que su esposa está muy castigada por los últimos acontecimientos y que la medicación contra la ansiedad la obliga a permanecer en cama. Rechazan incluso una oferta monetaria por su testimonio. Decidimos regresar más tarde y abandonamos el lugar en busca de Marcos, el hermano de Soledad.
Marcos tiene un restaurante cerca de la casa de su hermana. Es un local forrado de madera bruta cuya textura visual recuerda en gran medida a la impresión que produce el aspecto de su dueño. Nos hemos adelantado al resto de los equipos y el hombre nos concede una entrevista. Sus palabras decantan afectos y odios de una manera sutil. Cuenta lo que le contaron, puesto que no fue un testigo directo, y en su relato, el tono de la voz administra el estatus de inocencia o culpabilidad de los protagonistas.
-…Mi hermana estaba sola con la niña. Fuera, estaba el jardinero, un viejo del pueblo, y en la parte de atrás estaba la mujer de la familia que vive de alquiler en la casa. Luego, Soledad tuvo que salir y pidió al anciano que le vigilara a su hija.
La presencia de un matrimonio alemán y su hijo de quince años, viviendo de alquiler en el chalet, era un dato conocido al que no habíamos prestado demasiada atención.
El cuñado de José Luis continúa con su historia.
-…Soledad volvió y se puso a cocinar. Entonces reparó en que no veía a Consolación por ningún sitio… Dio la voz de alarma y se pusieron a buscarla los que allí estaban: el jardinero, la extranjera y mi hermana… Fue cosa de pocos minutos, nadie sabe cómo pudo pasar.
Marcos habla pausadamente, con seguridad. Lo hemos sentado en una de las sillas del comedor de su establecimiento, iluminado por la sugerente luz que entra desde la ventana del fondo.
-…A la niña la encontró el jardinero en el fondo de la piscina. Se tiró a por ella la mujer alemana y entre los dos la sacaron. La pobrecita murió enseguida, estaba casi ahogada…
En este punto, el gesto se le quiebra y reprime una punzada de dolor. Marcos continúa apesadumbrado con una descripción de la vida familiar que acaba de romperse. No incrimina a nadie directamente. El contenido objetivo de sus palabras delega este cometido en la autoridad competente, pero sus sospechas y las nuestras quedan dibujadas en las inflexiones de su voz.
Salimos al exterior. Fuera, nuestros compañeros también desean hablar con Marcos. Regresamos al escenario de los hechos y encontramos a otro equipo más allí. José Luis continúa empeñado en no hablar con nadie.
Al cabo de una hora y media nos quedamos solos ante la cancela de la parcela donde están la vivienda y la piscina. Hemos decidido esperar a pesar de todo. La experiencia nos dice que la última palabra no la tiene nadie. Es imprevisible el comportamiento de las personas cuando están sometidas a circunstancias tan duras.
Los otros dos hijos de la pareja corretean de un lado para otro. No sabemos exactamente hasta qué punto son conscientes de lo que ocurrió con su hermanita. Están encantados con su vida en el campo. Cuentan que su padre les regala lo que quieren, y da la impresión de que llevan una existencia ajena al bullicio de las urbes.
Finalmente, decidimos pedir permiso para grabar unos planos de la piscina. Llamamos a gritos a José Luis y por encima de la valla mantenemos una conversación breve:
-¿Podemos pasar a grabar imágenes de la casa?
-Ya las tenéis, estuvieron aquí el otro día.
-Sí, pero esos eran de otra cadena.
Volvemos a la carga afinando los argumentos.
-Mira, José Luis, vamos a hacer un reportaje algo más largo que las noticias del informativo. Necesitamos tomar imágenes mejores, con más cuidado.
Esta última razón le convence y nos deja pasar. Mientras yo me dedico a grabar la piscina y detalles del patio, mi compañero charla con José Luis. Éste se relaja y da rienda suelta a sus propias reflexiones, repitiendo las quejas que seguramente ya habrá expresado a los pocos periodistas que han tenido la oportunidad de charlar con él.
-…A mi mujer se la llevaron los guardias por la noche y sin avisar. No la dejaron coger ni ropa ni nada, y le pegaron. Cuenta indignado.
José Luis defiende la forma de vida y el entorno en el que sus hijos crecen. Él es partidario de dejarlos en libertad, inocentes y ajenos al sufrimiento que acecha en el mundo exterior. Aún no entendemos cómo es posible que todo el ajetreo de estos días no les haya afectado; al menos, exteriormente, no percibimos en ellos ninguna alteración
El matrimonio se dedicaba a la venta ambulante hasta hace pocos meses. Según los vecinos, las cosas les iban bien y el dinero no les faltaba. José Luis sigue empeñado en negarse a hablar a la cámara. De vez en cuando, se exalta hablando y lanza alegatos de inocencia en voz alta.
Un montón de juguetes y cachivaches flotan en el agua verde que llena un tercio de la piscina. No existe barandilla ni protección alguna que impida el paso a un niño pequeño. Al fondo de la parcela hay una caseta destartalada, donde parece estar instalada la depuradora. A mi lado, un cochecito de niño semeja un barco varado en el descuidado césped. A la izquierda, tras la casa, entreveo algo parecido a una leñera o un garaje, espacio al que se accede por un arco de ladrillo visto. Todos los elementos de un hogar van apareciendo, diseminados, integrados en un desorden asentado hace ya tiempo. En los arriates crecen setos sin orden ni concierto, y un precinto policial, mudo y ridículo como un juguete absurdo, rodea la piscina y una franja de terreno.
-...Me pregunto… ¿En que coño estaría pensando el jardinero? José Luis reflexiona sobre lo que pudo pasar.
-¿Habéis hablado con el jardinero? Ese tiene que saber algo, digo yo… José Luis continúa, una vez roto el hielo.
-Mira, aquí vive de alquiler un matrimonio alemán. Tienen un crío de unos quince años. Muchas tardes, el chaval dormía la siesta con nuestra Consolación, desnudita, la niña, era tan pequeñita…
Esta revelación nos da que pensar. La presencia de esta familia compartiendo el mismo hogar, era un dato conocido al que no habíamos prestado demasiada atención. El hijo del matrimonio, un chico rubio que poco antes había dejado su moto aparcada en el porche de la casa, ha entrado como un testigo mudo y transparente en el bosquejo de reconstrucción que va creciendo en nuestras cabezas.
En un momento de la conversación, pido a José Luis que me permita grabarle unos planos en su casa. Él duda y mi compañero tiene una feliz ocurrencia:
-Mira José Luis, la imagen que va a salir es la que tenemos de ti en los juzgados. Vas a parecer un preso en el reportaje. Le dice esto con un gesto serio, y José Luis reacciona inesperadamente:
-Tienes razón. ¡Soledad! ¡Sal fuera! Llama a su mujer y pregunta dónde va a colocarse:
-A ver, ¿aquí, junto a la entrada? ¡Niños, venid aquí que nos van a grabar!
La perspectiva de aparecer en televisión como un vulgar delincuente convenció definitivamente al hombre. Reunió a toda su familia y se prestó a ser fotografiado.
Maquinalmente, sin preguntar, mi compañero se acerca y le coloca un micrófono inalámbrico. José Luis accede y agrupa a los suyos: él, su mujer y sus dos hijos. Forman como para una foto de familia, los dos cónyuges detrás, y los dos niños delante, abrazados por su padre y su madre respectivamente. Miro por el visor, y el conjunto me recuerda uno de esos retratos en blanco y negro que solían hacerse antes, como si la ocasión fuese una celebración.
Posan para la cámara, y, de forma espontánea, el cabeza de familia inicia con tono solemne algo que parece un discurso. Habla de sus hijos, de la vida que les ha dado, una vida que él califica de “inocente y alejada de la maldad del mundo”.
-Ya tendrán tiempo de malearse, dice, erguido y rodeado por su familia; parece el mascarón de proa de una embarcación obsoleta pero orgullosa aún.
Soledad Valderas y José Luis Bocanegra no se justifican. Reivindican una presunción de inocencia que el rumor fácil les ha arrebatado. Están incómodos, pues su estilo de vida, aparentemente desordenado, da pie a la especulación morbosa. La presencia de la familia alemana en el hogar, su reciente pasado de vendedores ambulantes, el celo con el que reservan su intimidad, invitan a la crítica fácil e injustificada de sus convecinos.
José Luis relata indignado cómo los agentes de la autoridad irrumpieron en su casa y se llevaron a su mujer casi sin mediar palabra. Insinúa luego que, durante el interrogatorio, Soledad recibió malos tratos y alguna agresión física. Y protesta. Se queja de que la forma de actuar de la Guardia Civil y la expectación generada por los medios de comunicación han propiciado las sospechas del vecindario sobre su esposa. Se ha puesto en duda su condición de madre responsable, y no aceptan tener que rendir cuentas de lo que ocurre en su casa, puertas adentro. Encubre como puede el hecho de que perdió de vista a su hija para irse a hacer otras cosas, y apela a su condición de madre, como prueba irrefutable de su inocencia.
-Yo soy su madre, ¿cómo iba a descuidar a mi hija? Todo ocurrió rápidamente. Alguien tuvo que matarla.
Lo que en principio iba a ser una foto familiar se convierte espontáneamente en una entrevista. Mi compañero pregunta con prudencia, intercalando cuestiones mientras José Luis desgrana su discurso improvisado. Tras plantear el tema del informe del forense, escuchamos una casi macabra enumeración de detalles obscenos, relativos a indicios que fundaron la sospecha de que la niña ya sufría abusos sexuales tiempo antes del suceso luctuoso. Una semana después, supimos que el dictamen no describía indicios concretos de violación. El rumor se redujo a la posibilidad de que Consolación hubiera sufrido algún tipo de manipulación o tocamientos en las zonas genitales.
Paulatinamente establecemos un clima de confianza y el matrimonio se deja enredar por el hilo de su propio desahogo mientras hablan. Soledad toma la palabra. Es la primera vez que la oigo pronunciar una frase. Un deje agudo y rural mece su voz cansada. Viste una bata de algo parecido a franela azul, y debajo lleva un camisón de algodón. Sus facciones parecen haber sido untadas hacia abajo, como si su rostro se hubiera derretido por el calor, y su pelo negro aguanta a duras penas un moño completamente desmadejado. Mientras habla, sujeta a uno de sus hijos por los hombros, y en sus palabras entrega un dolor de madre, esa cosa indescriptible, asociada en mi mente a un gesto petrificado en la comisura de los labios.
-La policía judicial me trató muy mal. He perdido a mi hija y ellos decían que soy responsable. Me pegaron en el interrogatorio.
Soledad continúa y repite la consabida historia de la repentina desaparición y el hallazgo del cuerpo en la piscina.
Tras diez minutos de algo a medio camino entre una entrevista y una indignada denuncia, la familia rompe filas y esto marca el fin de la insólita grabación. Nos despedimos y abandonamos el lugar. Necesitamos localizar al resto de protagonistas de aquel día, empezando por el jardinero. Por si acaso, subestripciamente, grabo un plano del rostro del chico alemán de quince años. El chaval pasaba por allí y aproveché la oportunidad en un descuido; nunca se sabe cómo puede ir una investigación…
Rafael, el jardinero, resultó ser un señor mayor, con pinta de abuelote pintoresco. No era jardinero propiamente, aunque sabía de campo y cultivos, como casi cualquier habitante de la España rural de su edad. Marcos, después de la entrevista, nos había dicho que podíamos localizarlo en un barrio llamado Muñoz Grandes. Tras situarnos en el centro del pueblo, nos pusimos a indagar hasta ubicar la zona, un agradable conjunto de casas separadas entre si por sencillos jardines cultivados en tiestos de barro y arriates. Un vecino, al ser inquirido, nos señaló una vivienda; lo hizo sin pronunciar palabra. Nos aproximamos a la puerta y leemos los dos nombres que hay inscritos en una chapa: Teresa Campillo, y el de un hombre que no es Rafael. Tras llamar, detrás de la hoja de madera apareció una señora con la nariz muy roja. Intercambiamos un saludo.
-Buenas tardes
-Buenas tardes
-¿Qué desean? Pregunta con una sonrisa inútil ante el temor que asoma en sus ojos.
-¿Está Rafael?
-No. Ahora no está, pero… pasen, pasen por favor.
La señora nos franquea el paso y accedemos a un salón que bien pudiera haber sido obra de un attrezzista de los años cincuenta. Ocupando el centro de la estancia, una mesa camilla con enaguas de color oscuro y un tapete de ganchillo blanco. En una esquina, como si ocupara la presidencia de honor, el frigorífico, y en la contigua, el televisor. En la pared de enfrente, el inevitable aparador con aspecto de haber sido heredado. Y repartidas sobre todos los muebles, incluido el refrigerador y el televisor, decenas de figuritas de porcelana. La mujer se sienta con un movimiento cansado. Mi compañero pregunta:
-¿Es usted Teresa?
-Sí, soy yo.
El rostro de Teresa es un cúmulo de huellas y conclusiones. Tiene una gran sonrisa, un puñado de desengaños escondidos en demasiadas arrugas, unos ojillos nerviosos que conservan un brillo amable, como si fueran el residuo imborrable de una hermosura pasada, y muchos gestos, dibujados en sus cejas, en la comisura de sus labios, en el fruncido de su frente. Teresa pide a su hija que le diga el número de teléfono que hay escrito en un papel. Apenas sabe leer.
-Rafael pasó por aquí hace un rato. Creo que está arreglando un huertecito aquí al lado. Lo de la niña le ha afectado mucho, y desde ese día no quiere hablar con nadie. Él es muy buena persona, y anda muy triste…
Teresa habla de Rafael y teje una defensa sutil y soterrada del jardinero, en previsión de cualquier intento de acusación encubierta. Lo hace con llaneza, valentía y con los nervios que cualquier persona sencilla tendría ante una cámara. No la grabo directamente, pero tengo el aparato en marcha, por si acaso revelara algo inesperado; siempre hay tiempo de borrar la cinta.
Ya nos habían dicho que Rafael tenía una “novia”, que frecuentaba a una mujer más joven que él. En los pueblos, este tipo de comentarios se pronuncia susurrando y entornando los párpados. Palabras vestidas de tanto veneno que es imposible escucharlas. La historia se repite, como tantas veces. Dos seres humanos acuerdan arroparse y reir juntos, pero si existen signos externos que la masa gris y bestial no acepta porque los interpreta como defectos de forma, su calor y su alegría devienen en ilegalidad, rumor y condena ante los ojos y oídos de la comunidad. Para sus vecinos, Teresa era una puta, y Rafael un viejo verde al que perdonaban por ser demasiado anciano.
Nos fuimos a almorzar y al regresar, encontramos a Rafael en la casa. Era un viejecito de largas y rizadas cejas y rostro enjuto y anguloso. Encorvado y pequeño, su fisonomía hubiera evocado el aspecto de algún personaje de cuento infantil, de no ser por su gorra, una mascota, típica en los pueblos de Andalucía y Extremadura, y su calzado, unos botos camperos cuya suela resuena a cada paso, a pesar de la escasa talla y envergadura física de su dueño. Rafael consiente en ser entrevistado. Su mirada es socarrona y en su forma de hablar, persiste el soniquete guasón de aquellos que supieron cultivar su propia independencia.
El anciano achaca el suceso a la fatalidad. Lo cuenta con tranquilidad y su narración parece un capítulo más del eterno relato de las cosas que inevitablemente ocurren en esta vida.
-Mira, yo no recuerdo que la madre me dijera nada de que la cuidase. Yo estaba ocupado con mis cosas y en la casa estábamos cinco: la madre, la niña, la alemana esa que vive ahí, uno de los hermanos de la niña y yo. De repente, la madre empezó a gritar preguntando por su hija, y nos pusimos todos a buscarla. Al rato, la descubrí en la piscina. La alemana saltó al agua y yo le ayudé a sacar el cuerpo desde fuera. Creo que aún respiraba la criatura, pero no aguantó mucho.
Está sentado junto al aparador, cerca de la pared. En su cara incide inclinada la luz de la bombilla que pende en el centro del techo. Sus cejas inmóviles sobresalen como una extensión de sus párpados y sus manos nudosas agarran un bastón.
El aspecto de Rafael es de quietud, definitivo, tal como su resolución de estar con Teresa, pese a las habladurías del pueblo, las mismas habladurías que dan por sentadas las más truculentas circunstancias sobre la muerte de Consolación Bocanegra, una niña de 22 meses hallada muerta en la piscina de su casa. El colmo del morbo. Un bebé asesinado… No. Un bebé violado. No hay pruebas de ello, pero la tentación de regodearse en esa posibilidad viscosa y casi inconcebible, es irresistible. Es la naturaleza de la masa humana. Ni siquiera los medios de comunicación pudieron sustraerse al vértigo de provocar tal conmoción. El juego se centró en especular acerca de unos hechos relativamente sencillos, masticando con fruición hasta cegarse y olvidar la realidad inmediata. La algarabía de curiosos jaleando en la puerta de los juzgados semejaba con perfección, con violencia, a una manada de lobos acosando a su víctima. Incluso los padres, estaban excesivamente preocupados por preservar intacta su reputación de progenitores responsables y cuidadosos. Pero eso es la vida. La vida de verdad, la selva que se manifiesta cuando la violencia o el infortunio hacen que se derrame sangre inocente. Entonces ocurre, se reproduce aquello que en nuestro mundo civilizado solo contemplamos a distancia, en el informativo de las tres, en esos países tan pobres y tan lejanos.
Algo más de un mes después, se hizo público el informe del forense: la niña no había sufrido abusos sexuales. El dictamen del juez fue breve: La pequeña perdió la vida como resultado de un accidente imprevisto.
La noticia no hubiera pasado de ser una insignificante reseña de relleno, de no ser por unas declaraciones de Soledad emitidas por un canal de televisión en las que denunciaba haber sido agredida y vejada por la Guardia Civil durante el interrogatorio. La información fue presentada como una gran exclusiva, a pesar de que el matrimonio ya había hecho alusión a esos malos tratos en entrevistas anteriores. Pero manda la audiencia, y, una vez demostrada la inexistencia de abusos sexuales, la parafernalia mediática centró el objeto de escándalo en la denuncia de esas agresiones, testimonio ya recogido en el pasado, pero vendido ahora como flamante revelación. La semana siguiente, nos endosaron nuevamente el tema.
Tras infructuosos intentos de establecer una comunicación telefónica, mi compañero consigue entrar en contacto con Marcos, el hermano de Soledad. A través de él, pactamos una entrevista con el matrimonio.
Otra vez en Utrera. Las calles del pueblo ya me resultan familiares y ubicamos el chalet de los Bocanegra enseguida. José Luis no quiere hablar; una vez pasado el vendaval, prefiere ser cauteloso con su imagen, por aquello de preservar su puesto de trabajo. Pero Soledad está dispuesta. La pareja ha asumido la herramienta mediática y prepara con prudencia sus misiles de cara a los procesos judiciales y demandas que se aproximan.
Su testimonio resultó devastador. La senté en una silla de enea, a una mesa cuadrada vestida con un mantel blanco de paño. Eso le facilitó gesticular y tomar posición, transformando el escenario de un interrogatorio en un foro de debate y denuncia, en el que la mujer se sintió cómoda y segura desde el principio.
Con fuerza, amparada en la convicción de su razón, Soledad habla y habla. A veces golpea la mesa con los puños. Y llora. Cuenta cómo se la llevaron sin mediar palabra, cómo, desde el principio, intentaron arrancarle la incriminación hacia su marido.
-¡Tu marido violó a tu hija! ¡Es un maricón! ¡Tu marido te folla por el culo! ¡Reconócelo! ¡Te folla por el culo! ¡Bájate las bragas que te vamos a hacer la prueba!
Soledad pronuncia la expresión “follar por el culo” con torpeza, avergonzada y desprovista del desparpajo que da el uso habitual. Parece una niña a la que reclaman la explicación de un problema de mayores. Un ama de casa, con todos sus kilos y su moño de mujer casera, frente a unos hombretones uniformados que le gritan a la cara que su marido “la folla por el culo”. Una madre que acaba de perder a su hijita de menos de dos años de edad. A Soledad se le pierde la mirada y reconoce que no duerme bien desde entonces, que ve policías por todas partes y que está en tratamiento psicológico.
Luego, en el bar de Marcos, José Luis nos cuenta que, efectivamente, el cuerpo de la niña presentaba una dilatación anal anormal. Repararon en ello los pediatras que asistieron a la pequeña en primera instancia, poco después de morir. Este detalle disparó la atolondrada actuación de la policía judicial, que sacó sus propias conclusiones antes de tiempo, antes de conocer un informe definitivo realizado por especialistas forenses.
-Fíjate, si los forenses no estaban seguros, que mandaron una muestra a analizar a Estados Unidos. Luego resultó que la dilatación fue por el ahogamiento.
Los médicos dijeron a José Luis que se trataba de un caso bastante infrecuente.
-Me contaron que, a consecuencia de la muerte por inmersión, en determinadas ocasiones se produce una dilatación anal anormal en el cuerpo del fallecido.
Una y otra vez, la referencia a la penetración anal raya en el fetiche encubierto. El testimonio de Soledad refleja una reiteración continua y morbosa en esa idea. Intuyo ahí el germen, latente, de todo el escándalo mediático y la premura de la actuación policial. Viejas marcas, causadas por siglos de represión religiosa y social, presentes en la piel del viejo Sur.
Transcurren los días y se impone el presente en la rutina del pueblo. Lo pasado es historia y nadie quiere desenterrar el recuerdo de un suceso que, espontáneamente, llevó a muchos a posicionarse a favor o en contra del matrimonio Bocanegra; casi todos optaron por la sospecha sobre la familia. Peinamos las calles recabando testimonio del sentir popular acerca de la nueva situación que exculpa definitivamente a los padres. Nadie quiere hablar a la cámara, y un sentimiento de culpa aflora en las miradas huidizas de algunos vecinos de Utrera. Otros, los menos, comentan su parecer sin tomar partido.
Volvemos a la redacción. Ahora, las miradas acusadoras que amedrentaron a Soledad y José Luis, planean sobre un número indeterminado de agentes de la policía judicial. El juego de los índices de audiencia continúa. El escándalo está servido, y poco importan las víctimas. Ni los muertos ni los presuntos culpables.